¡Es el discurso, estúpido!
Hillary-Trump con Lacan

La historia es conocida. Era 1992, la administración de George H. W. Bush alcanzaba un insólito 90% de aceptación popular y su reelección parecía inevitable. James Carville, estratega de la campaña presidencial de Bill Clinton, pegó en las oficinas demócratas los tres puntos focales de ataque: 1. “Cambio vs. más de lo mismo”, 2. “La economía, estúpido” y 3. “No olvidar el sistema de salud”. El segundo punto fue letal. “¡Es la economía, estúpido!”, repetían los comentaristas políticos y resonaba en el electorado. El eslogan nunca fue oficial, pero fue determinante en el cambio de preferencias que le daría la victoria presidencial a Clinton.

Ahora es 2016, se acercan las elecciones en Estados Unidos y el país está políticamente dividido. Aunque queda claro que Hillary Clinton y Donald Trump compartieron amistad por años, se apoyaron políticamente antes y sus propuestas coinciden en lo fundamental, el electorado los percibe como dos futuros mutuamente excluyentes, dos modos diferentes de articular la nación. ¿Cómo ocurre esta polarización? Aquí es útil parafrasear al clásico para responder: ¡Es el discurso, estúpido! Veamos qué significa esto.


El psicoanalista francés Jacques Lacan, en su Seminario 20 (Aun, 1972-1973), afirma que “un discurso es lo que determina una forma de vínculo social”. Para Lacan, es el lenguaje el que funda lo que los sociólogos llaman el lien social, el lazo social, para usar la famosa expresión de Émile Durkheim. Así, un discurso es un modo específico de determinar quién habla (“agente”), desde qué posición (“verdad”), a quién se dirige (“otro”) y qué genera (“producción”). 


 


Hay cuatro términos que al distribuirlos pueden cumplir estas funciones: el sujeto en falta (“$” o “S tachado”), su lugar simbólico (“S1”), su saber (“S2”) y el objeto de su fantasía (“a” u “objeto a”). Lacan explica al menos cuatro modos de poner en relación estos términos: el del amo, el de la universidad, el del analista y el de la histérica. Cuando se comparte alguno de estos acomodos discursivos se instaura una forma de vínculo social.

 

Al revisar el problema bajo esta luz, salta a la vista que el actual proceso electoral se presenta al público como una alternativa discursiva, es decir, como dos maneras de disponer las relaciones sociales a través del lenguaje. Con revisar la estructura de los dos primeros discursos basta.


Donald Trump encarna claramente el discurso del amo. Habla seguro de su poder simbólico y se dirige al otro como poseyendo un saber incuestionable (por más contradictorio que sea) sobre el estado nacional. Pero, para afianzar su relación con el electorado que lo sostiene, Trump produce una fantasía en la que migrantes y mujeres no dejan de acosar (de ahí los “bad hombres” y las “nasty women” que, respectivamente, citó en su último debate). Esta fantasía sostiene su lugar de amo prepotente (que suplementa a la impotencia de la clase trabajadora blanca venida a menos tras la crisis de 2008) y, por otro lado, oculta las verdaderas fallas e inconsistencias de su posición (lapsus lingüísticos, declaraciones incoherentes, etcétera).

Hillary Clinton asume, más bien, lo que Lacan llama el discurso de la universidad. Es decir, se muestra como portadora de un saber objetivo que se dirige a un otro fantaseado que sabrá apreciar la objetividad de este saber (de ahí su insistencia en los debates a que visiten su sitio web donde tiene todos los datos duros para este electorado neutral de su fantasía). Como producto de este vínculo social se genera una Hillary que aparenta sostenerse modestamente en información externa confiable, ocultando su verdadera posición simbólica en el poder hegemónico.

En otras palabras, en estas elecciones presidenciales se decidirá cuál es el discurso (vínculo social) a legitimar políticamente: “¿Queremos que el próximo amo disimule su autoridad simbólica o que el imperio gringo hable en primera persona?”. Por lo tanto, la elección por el mejor discurso presidencial es una elección por el mejor semblante, el “vínculo social” aparente más adecuado para los intereses del imperio.

El hecho de que sigan saliendo escándalos políticos que dejan en suspenso la decisión final hace pensar que las clases hegemónicas en Estados Unidos no se han decidido en cuál es el discurso ideológico que mejor les funciona: el de la presidencia cool-liberal á la Obama que oculta su rol en la opresión sistémica o el de la presidencia cínica que vuelve explícitas las jerarquías simbólicas que oprimen de facto.

Entonces, como última vuelta de tuerca, vale decir lo que en verdad está en juego en estas elecciones: ¡Es el imperio, estúpido! A final de cuentas, el inconsciente de Peña Nieto no se equivocó cuando habló de “Hillary Trump” en el lapsus aquel, pues ninguno de los dos discursos presidenciales en disputa cuestiona la legitimidad de sus aparatos de control colonial (externo o interno, geopolítico o racial, de clase o de género). Simplemente difieren en su apariencia pública, en el semblante.

Pero el semblante importa, y las estrategias contrahegemónicas son otras si el orden público de las apariencias cambia. Así que las clases subalternas norteamericanas también están decidiendo cuál será el semblante de su enemigo para definir con ello las condiciones de posibilidad de un cambio más allá del semblante. ¿A la posición subalterna le conviene el ámbito de semblante liberal como campo de acción? ¿O le conviene la apariencia abiertamente opresora? ¿Renegociar con el amo buena onda? ¿O antagonizar con el amo descarado?

No creo que sea justo desembarazarse del asunto alegando que “en el fondo” son lo mismo. El escenario futuro que posibilita Trump con su candidatura, por ejemplo, es inédito, así sea de manera “superficial”. Y ello impide saber con claridad cuál es la apariencia pública más conveniente a combatir, cuál es el vínculo social que permita derrumbar más rápido al imperio. Tal vez, como la lechuza de Minerva, habremos de verlo en retrospectiva.