My two cents sobre el "x" como género neutro


No tengo una opinión unívoca respecto al uso de la "x" (et al.) como género neutro. A veces la uso, a veces no. Creo que el lenguaje, además de (¿o quizá por?) ser un terreno político, es inherentemente inconsistente. Y cada normatividad, anticuada o reformada, abre nuevas inconsistencias, tanto lingüísticas (¿cuál es el neutro que englobe "él" y "ella"?, por ejemplo) como políticas (¿se es menos feminista si se rechaza el lenguaje inclusivo?, ¿o qué dice de una persona el que prefiera usar en pleno 2018 —versus, digamos, en 2008— el "@", a pesar de que mantiene el binario de género?, ¿y qué del caso de una amiga feminista, que usaba regularmente, de forma a la vez lúdica y provocadora, el femenino como neutro, independientemente del género de los aludidos?).

Por eso a veces uso la "x" estratégicamente, porque sé que en cierta enunciación específica puede abrir grietas útiles. Por ejemplo, en una interacción subjetiva particular, manda el mensaje o incluso el equívoco preciso para activar sospechas potencialmente favorables ("¿por qué la usó aquí y allá no?, ¿qué me dice de su posición política?, ¿qué dicen de mí estas dudas mismas que me generó?, ¿qué relación hay entre lenguaje y política?"), incluso cuando no se hablan de ellas explícitamente en la interacción comunicativa.

Pero a veces la "x" simplemente no produce ese valor performativo. Incluso, en ciertas condiciones enunciativas, puede connotar (aunque sinceramente no sea la intención) (y además a veces sin ninguna certeza de que así sea) una superioridad moral con implicaciones clasistas; por ejemplo, como despliegue de capital simbólico ante hablantes no ilustrados por la nueva normatividad. De nuevo: la inconsistencia es constitutiva de cualquier orden simbólico en el que nos movamos, produce contradicciones, se atraviesa por antagonismos. Y no hay una reforma final que la suture en su totalidad.

Sin embargo, definitivamente simpatizo mucho más con quienes promueven rigurosamente la "x" como nueva norma inquebrantable que con los ilustrados que se escandalizan por su mera presencia simbólica (y que regularmente suelen ser indiferentes o de plano reaccionarios ante otras demandas de género). La "x" la suelo usar con elles.

(Y la "e", por qué no, la uso para usted.)

Alain Badiou: Pensador del siglo XX
(para bien y para mal)


Ante la filosofía de Alain Badiou hay que distinguir entre opus magnum y obra-síntoma. Entre sus obras maestras, por ejemplo, encontramos a Teoría del sujeto (1982) y a su serie El ser y el acontecimiento (1988 y 2006). En cambio, su obra sintomática es El siglo, una obra menor, comparativamente hablando, que recoge lo dictado en un curso finisecular (1998-2000), pero que nos permite dimensionar históricamente el pensamiento de Badiou.

Badiou arrebató al siglo XX de las manos posmodernas y enunció sus verdades. Supo identificar que, desde la vuelta inaugural del siglo, la teoría de conjuntos superaba a la filosofía como ontología; que las vanguardias, antes y durante las guerras, empujaron como pocas veces los límites del arte; que con el mayo del '68 algo se transformaba radicalmente, incluyéndolo a él; y que, a pesar de la emergencia de un nuevo nihilismo, el psicoanálisis dignificaba el pensamiento del encantamiento amoroso. Sin esta pasión de lo real que caracterizó al siglo XX y que dio lugar a sus acontecimientos, es difícil ubicar a Badiou. En sus obras maestras no hizo sino desarrollar sistemáticamente las consecuencias filosóficas de esta pasión del siglo. Él mismo lo ha afirmado.


Así, en ambos sentidos, Badiou es el pensador del siglo XX: Contemporáneo al siglo, lo pensó en retrospectiva. Pero también en prospectiva, pues hay que tener en consideración que Badiou quiere repetir el siglo XX en el XXI. No en el sentido de una vuelta reaccionaria o de una terquedad acrítica, sino como un gesto revolucionario. Es decir, quiere reactivar su pasión acontecimental. Reconoce los fracasos de algunos de sus intentos concretos (el estalinismo, por ejemplo), pero insiste en recordarnos (para usar el conocido motto político, pero ahora con resonancias badiouanas) que otro mundo es posible.

Sin embargo, quizá su anclaje al horizonte del siglo XX sea también el límite de su ímpetu. No es coincidencia que su agudeza revele sus límites al momento de pensar la singularidad de algunas de las transformaciones políticas o artísticas del siglo XXI. Por ejemplo, no brilló cuando irrumpió Occupy Wall Street o Black Lives Matter en Estados Unidos (la dimensión económica y racial en la política de Badiou siempre ha ocupado un lugar impreciso, por no decir sospechoso). Y suele ser vago en sus referencias hacia el arte contemporáneo o conceptual (con mayor razón hacia el arte digital, etcétera). Tener a cuestas al siglo XX como paradigma resulta una carga cada vez más pesada para Badiou entre más caminamos al siglo XXI.