Cursaba la primaria, quizá el segundo o tercer grado apenas, cuando fui a recorrer con un amigo la escuela. La preparatoria de la misma institución estaba pegada a un lado de la primaria. La secundaria, atrás del patio, subiendo las escaleras que estaban a un lado de la tiendita. Fue justo ahí donde decidimos ir a caminar.
Apenas subíamos las escaleras —el lugar estaba solo, las clases ya habían terminado hace tiempo— cuando mi amigo me advirtió: “Ese árbol que está ahí es el árbol del diablo”. Estaba justo al terminar las escaleras, no muy grande, a mano derecha, en la entrada de la secundaria.
Nos acercamos con algo de cuidado para comprobar que ese árbol se hubiera parecido a cualquier otro árbol si no fuera por una cosa: su tronco estaba saturado de mensajes tallados por los alumnos de secundaria. Buscando explicarme por qué ese árbol era especial, por qué debíamos tenerle cuidado como algo demoniaco —cabe agregar un dato: la escuela era católica—, leímos los mensajes. ¿Qué decían? Básicamente dos cosas: declaraciones amorosas y groserías de todo tipo; poco o nada más allá de eso. Un rato después nos fuimos, pero desde ese momento aquel lugar y su árbol tenían cierta aura especial, sin saber exactamente por qué.
Años más tarde entré a estudiar a esa secundaria. El sentido, podríamos decir “sagrado”, que le atribuía de pequeño a ese espacio ya se había difuminado. Ahora entendía que ese lugar no era más que un espacio de reunión con los amigos (y amigas) en los recesos.
Ahora, en retrospectiva, puedo comprender cómo ese carácter sagrado fue construido a partir de un entendimiento social. Me explico: El sentido social-simbólico del árbol estaba asociado con la entrada (en un sentido a la vez literal y metafórico) a la vida escolar en secundaria y lo que implica en términos biológicos y culturales pasar a la pubertad. A mis apenas 7 u 8 años, este sentido me era desconocido, al menos como experiencia.
Entrar a la secundaria, se podría decir, es ya en sí mismo un rito de pasaje, sobre todo si tenemos en cuenta que la primaria donde estudiaba era solamente para hombres y la secundaria, mixta. Así pues, el árbol y sus mensajes amorosos/agresivos representaban para mí —niño aún-no-iniciado— dos fronteras: la sexualidad y el lenguaje prohibido. Los tabús alrededor de estos temas llevaron a mi amigo (o a quien se le haya ocurrido el nombre) a catalogar a aquel árbol como propiedad demoniaca. Y fue, entonces, la distancia en relación a esta dimensión generacional ajena la que sacralizó de alguna manera ese lugar: El árbol endemoniado por simbolizar un pasaje social velado, aún por descubrir.