En la teoría del arte se ha debatido mucho sobre la muerte de ciertos medios artísticos.
(La pintura al óleo ha muerto.
La ópera ha muerto.
La poesía ha muerto.
La novela ha muerto.
La fotografía ha muerto.
El cine ha muerto.)
Pero aún falta sistematizar una necrografía que sepa catalogar estas defunciones estéticas y distinguir, por ejemplo, cuándo hablamos de muerte natural, de muerte accidental o de asesinato.
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Sabemos, para empezar, que la pintura al óleo y la novela comparten la misma causa de muerte: asesinato filial. Murieron en las manos experimentales de su propia descendencia modernista. El impresionismo noqueó al impulso realista de la pintura al óleo y el cubismo le dio el tiro de gracia, mientras que Beckett o Joyce fueron los autores intelectuales del crimen novelicida.
La ópera parece haber muerto por causa natural. Mladen Dolar recuerda que su fecha de defunción es el 26 de abril de 1926, cuando Toscanini debutó Turandot del fallecido Puccini y abandonó entre lágrimas el podio justo donde la obra quedó interrumpida por la muerte de su compositor. La ópera desfalleció en el clímax melodramático de su puesta en escena.
En cambio, según el diagnóstico forense de Adorno, la poesía muere por
accidente. Un tren que partía de Auschwitz le pasó por encima sin que se
diera cuenta. No alcanzó ni la dignidad moribunda de las últimas
palabras. Solo el ominoso silencio postmortem.
El cine y la fotografía, luchadores de la reproducción técnica, murieron ambos por crímenes culposos sobre el ring de la ecología mediática. En el caso del cine, según la crónica de Peter Greenaway, la fatídica lucha ocurrió el 31 de septiembre de 1983, cuando un rudo novato, el control remoto, estrenó una llave interactiva que mató al cine en su pasividad. Joan Fontacuberta, por su parte, recuerda la pelea en que la fotografía murió asfixiada por una multitud de imágenes posproducidas que se descargaron sobre ella desde las redes digitales del ring, hasta desaparecerla de la vista.
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Algunos teóricos dicen que estos medios muertos solo quedaron medio muertos y que todavía se les encuentra por ahí en el mundo del arte, a veces recuperando su viejo esplendor estético, a veces con la mera gracia de la melancolía mediática, a veces apestando su camino y asustando al buen gusto.
Algunos teóricos impugnan las actas de defunción y defienden la buena salud de estas artes, aunque suelen parecerse a quienes argumentan que Pedro Infante no abordó aquel funesto vuelo o que Juan Gabriel fingió su muerte para evadir impuestos.
Impugnaciones conspiranoicas.
Algunos teóricos afirman que estos medios son estéticamente eternos y que la muerte no les afecta, pero no siempre especifican si se trata del mismo tipo de eternidad siniestra del undead. ¿Medios zombies? ¿Medios vampiros? ¿Medios fantasmas? En dado caso: teóricos-medium y sus estéticas de ultratumba.
Finalmente, algunos teóricos reconocen una (fársica) redundancia en estos fallecimientos estéticos, luego de la (trágica) muerte del arte en el despliegue dialéctico de la historia. Cada medio artístico cae muerto uno tras otro en la fosa común que el espíritu absoluto le cavó al arte.
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Dicen, pues, que el arte ya está muerto.
(La pintura al óleo ha muerto.
La ópera ha muerto.
La poesía ha muerto.
La novela ha muerto.
La fotografía ha muerto.
El cine ha muerto.)
Pero, al modo de los corridos, nomás no le han avisado.
(Compa terco el arte. Se sabe.)